Además de conocer la bella e interminable zona industrial de la ciudad de Lleida, en la frontera entre las provincias de Catalunya y Aragón, la corta visita vale la pena por un pequeño festival de animación. ANIMAC, la muestra internacional de animación de Catalunya, es modesto y carece de gran promoción, pero no por eso es menos interesante.
Este año, en su edición número 14, tuvimos la oportunidad de asistir al festival, llevada a cabo en La Llotja, un centro de convenciones muy moderno ubicado a la orilla del río. Lo que nos encontramos, al principio, era un recinto espacioso casi abandonado, con algunos stands promoción de escuelas de animación de la zona, pero muy pocos asistentes. Pensé que era una pena que hicieran eventos así y a la gente no le interesara. De todas formas, nosotros ya estábamos allí, y veníamos a disfrutarlo.
El cartel contaba con una sección retrospectiva de los hermanos Quay, con varias proyecciones de sus trabajos en fila, hora y media seguida (cosa que no debe hacerse, como ellos mismos lo han dicho en varias ocasiones), durante la semana. También el festival contó con la presencia de estos realizadores, seguramente haciendo una gira promocional para obtener presupuesto para su próximo largometraje, que tienen en producción. Pero nos perdimos todo eso, llegamos tarde a la sesión.
En cualquier caso, entramos a un par de películas, sin saber mucho, básicamente un volado, pues en estos festivales no sabes qué vas a encontrar. Al final, terminamos en los polos opuestos de una apuesta así. Una gran joya de animación actual que nos ha dado de qué hablar en los siguientes días sin parar, en contraste con una pretenciosa película vanguardista de los años 40, extraña y finalmente inaguantable, en la que tuvimos que asumir nuestras pérdidas y salirnos del cine en el intermedio.
Saliendo de la sala, de pronto, el mismo edificio vacío al que llegamos más temprano, estaba repleto y lleno de vida. La gente, formada para entrar a las dos pequeñas salas, pidiendo informes en los stands, jóvenes, adultos. Los niños participaban en un taller de animación muy interesante, en el que les daban una secuencia de fotogramas de una acción en papel para dibujar sobre ellas con crayones de color. Después, un animador fotografiaba la secuencia nuevamente y los niños con ilusión entendían que animar, como decía Norman McLaren, no era sólo mover las ilustraciones, sino ilustrar el movimiento. La gente intercambiaba opiniones, reía, tomaba café, todos unidos por ese gusto tan extraño en común, esta isla en medio del mundo cinematográfico comercial, en donde jóvenes animadores muestran sus trabajos, al tratarse de un festival no competitivo, con la única esperanza de que alguien los vea.
Para cerrar el día como se debe, asistimos a una de las proyecciones de la selección oficial de cortometrajes, la esencia misma del evento, su combustible. Trabajos de varios estilos, de lugares diferentes, registros visuales interesantísimos, cómicos, intensos, horripilantes, románticos y desgarradores, unidos estrechamente por este concepto abstracto y cambiante, aunque fácilmente podría argumentarse que no tienen nada en absoluto qué ver el uno con el otro, salvo porque se proyectan en el mismo lugar.
Al encenderse las luces entendimos por qué quisimos ir. Para ver, para conocer, para estar ahí, presentes. Para soñar con estar ahí otra vez, pero ya no como espectador, físicamente, sino con nuestro nombre en la pantalla, como firma de algún trabajo calurosamente aplaudido por un público entusiasta. Y en el viaje de regreso reíamos, por las anécdotas, por la memoria compartida.
Y también sonreíamos con descanso para nuestros adentros, porque en el fondo habíamos recuperado la ilusión y estábamos seguros, tal vez por primera vez, de que no nos encontrábamos sólos en esta aventura.